lunes, 9 de septiembre de 2013

Nuestra Málaga, la más qurtubana

La mar de Málaga
Parece una tontería, pero al menos para mí no lo es: ¿Existen cordobeses o qurtubanos, de la capital o de la provincia, que no hayan puesto al menos una vez en su vida un pie en las arenas, unas veces claras, otras oscuras, otras pedrosas, y siempre frescas, de las playas de Málaga? Yo lo dudo.

Esa provincia limítrofe, al sur de las Sierras Subbéticas, más allá de la Campiña plagada de olivos y vides, que te recibe con la explanada inacabable de Antequera, te hace saltar las montañas por Las Pedrizas, y caes vencido hacia la mar mediterránea observando alrededor los hermosos montes de pinos y aligustres vigilados por esa raya azul del horizonte, donde se muestra orgullosa la capital,... ¿es que acaso queda alguien en estos, mis lares, por experimentar dichas sensaciones?

Desde que se puede "veranear", Málaga se ha convertido para los cordobeses en su casa de verano, su segunda casa, su lugar de solaz y descanso, y como tal se le tiene.

La relación de los qurtubanos con Málaga es una relación casi matrimonial, de amor incondicional y de momentos de tensión, pero que al fin y al cabo ambos se necesitan y se quieren.

Hoy en día, la autovía y alguna autopista nos traslada hasta allí en algo más de hora y media, pero hubo un tiempo en que aquella excursión nos llevaba horas de viaje, con el único propósito de acercarse a aquella mar, siempre azul, siempre presente, y siempre esperando.

Playa malagueña

Tengo constancia de que los cordobeses, o qurtubanos, llegamos a tener fama entre los malagueños de racanería, y de que veníamos con las neveras con las bebidas y la tortilla de patatas, la sombrilla y la hamaca plegable, y que no nos gastábamos un duro. Sentían que nos aprovechábamos del lugar a cambio de poco, pero no tuvieron en cuenta que aquella relación persona-entorno nos habría de marcar para toda la vida, y que la interrelación se prolongaría en el tiempo de forma que, hoy por hoy, el ir a las playas de Málaga a refrescarse unos días (pocos unos, más los pocos) se ha convertido en algo parecido a ir a visitar a un familiar o a un lugar que se le hace a uno cercano y propio.

Hoy, los hijos y los nietos de aquellos que iban con la nevera y la hamaca plegable vuelven a veranear, cuando las circunstancias económicas se lo permiten, a hoteles y apartamentos, y comen en restaurantes y chiringuitos. No sabemos, tal y como nos han obligado los alemanes a hacer, qué será de todo esto en el futuro cercano, y quizás volvamos más pronto que tarde a las neveras, pero aún quedan (no tantos como deberían, eso sí) quienes prefieren la cercanía de un lugar acogedor y sentimentalmente cercano como son las playas malagueñas (Marbella aparte, claro)

El Mediterráneo malagueño
Hacía semanas que el colegio se había acabado, y con 42 grados a la sombra, las tardes pasaban somnolientas en algunos casos dentro de casa, o refrescándose en el Molino de Lope García, comiendo manzanas verdes y ciruelas de las huertas de El Porras o de El Mudo. De repente, alguien soltaba la noticia: en la confitería del barrio habían puesto un cartel donde se ofertaba un viaje de ida y vuelta el domingo a Fuengirola, por cuatro perras. En un barrio popular como en el que yo vivía, en San José Obrero (que el nombre lo dice todo), aquello era la bomba. Había colas por reservar.

Tengo magníficos recuerdos de Málaga, y aún hoy la sigo disfrutando, pero precisamente esos viajes no han quedado en mí como algo "fantástico".

Se contrataba un autocar con conductor y se pagaba "a escote" con el beneficio correspondiente para la empresa ofertante incluido, por supuesto.

"¡Nos vamos a la playa el domingo!", decía mamá, y se organizaba el cotarro. Y a mí se me caían dos lagrimones porque ya había probado la empresa con anterioridad.

Espero que esto sirva para que, si a algún malagueño se le ocurre perder el tiempo leyendo este bodrio, y tiene aún esa sensación de la que hablaba antes de que los cordobeses íbamos allí a aprovecharnos y a no gastar, que reconozcan el esfuerzo y entiendan que aquello era una inversión a futuro, pues, como comenté antes, aquellos niños y jovencitos de aquellas excursiones, son en gran parte hoy en día los que no pueden pasar sin su Málaga... a pesar de todo.

Las vistas 
A las 5:30 horas de la mañana (por decir mañana) comenzaba la excursión. Eso significaba que te levantaban a las 4:30 ó 5:00 como muy tarde. Si uno hubiera sido un calcetín seguro que se habría dado la vuelta después de uno de aquellos enormes bostezos. Por mano de Dios o del Diablo, a uno siempre le tocaba la nevera o la hamaca esa que se abre sola, así que ahí tienen a ustedes a un chiquillo de ocho o nueve años arrastrando somnoliento semejante artilugio hacia la multitud que se congrega alrededor del autocar mientras en el cielo aún se ven las estrellas.

Por algún motivo que aún hoy desconozco la gente estaba feliz y contenta, y más despiertos que nunca. Saludaban tu llegada y se achuchaban poco a poco hacia la entrada de la puerta del autocar con la única intención de entretenerte mientras ellos buscaban los mejores asientos. Si querías marearte, pues te pones en la cola, que el autocar da más saltos que una rana.

El autocar de marras.
Subiendo la cuesta de Los Visos, aún de noche, alguien de cuyo nombre no quiero acordarme, encendía el radiocassette y ponía a toa pastilla a Los Chichos. O sea: seis de la mañana y en la cola del autocar, con un sueño incontrolable y escuchando... "hisiiste la maletaaa..., ¡ay qué dolor!"

Poco a poco se va haciendo de día, y los campos de la Campiña cordobesa, amarillos en esa época del año, se van mostrando. Los olivos, los trigales y las vides siguen ahí todavía, a pesar de Los Chichos.

No recuerdo si antes o después, pero sí que estaban cerca. Primero era llegar a Benamejí, que había que bajar por una carretera sinuosa donde todas las madres se tapaban los ojos en esa curva peligrosísima donde nos íbamos a "escoñar". Todo el mundo estaba asustado, pero el autocar siempre pasaba por la curva como el que pasa por la Gran Vía. Y al fin, después de un par de horas, llegábamos a El Tejar, lugar de discusión general porque había quien decía que era el último pueblo de la provincia de Córdoba y otros que defendían que era el primero de Málaga. En fin, que era hora de parar para ir al servicio.

¿Al servicio? Sí, ja, ja. Como el de mujeres tenía una cola que parecía un dragón chino, acababan ocupando también el de hombres. ¿Y a dónde van los hombres?... ¡Pues al campo! Ea, todo quisqui a mear en el campo, en fila, mirando al oeste. Y, claro, no todo el mundo se concentra....

Vuelta al autocar, vuelta a Los Chichos, y en la "recta de Antequera", a nuestra izquierda, la Montaña de Los Enamorados se convierte en la cabeza de Manolete. "Sí, hombre. Mira, la montera, la nariz, la barbilla... si es clavaíto..."

Subida por Las Pedrizas, y el autocar se hace perrón. "¿Y si nos bajamos alguno?" comenta alguien. Ahora han cambiado Los Chichos por los chistes de Manolito Rollo... De mal en peor.

Hemos llegado a "Málaga la Bella", y sí, efectivamente que se ve hermosa, a pesar de la especulación urbanística que la encorseta. Pasamos por La Rosaleda y tiramos hacia Fuengirola, después de casi cuatro horas de viaje. Una vez en destino, el autocar se vacía en segundos. Las bolsas, las neveras, las hamacas, las sombrillas,... corren por sí mismas casi, como una carrera de caballos. Hay quien se pincha la sombrilla en el pie por error en vez de hacerlo en la arena.

"¡Niño, báñate!"

"Pero si no son ni las diez, y tengo hasta frío"

"Entonces ¿para qué has venido?" Era un vecino, ni a mi padre ni a mi madre se le hubiera ocurrido decirme esto, sabiendo que para mí el agua es solo para aseo personal.

...y ese niño que va para el agua obedeciendo a su vecino.

Paisajes malagueños
Horas después, el bocadillo lleno de arena,... ¡crujiente!... ¡ay, dónde está mi Sierra Morena! Hace calor, el salitre excita mi piel, la arena se mete entre los dedos de mis pies y me molesta... Miro hacia el sur y todo es azul... ¿dónde está el verde de los alcornoques y encinas, de los madroños y durillos?

La tarde se pasa entre las olas que arrastran los sedimentos que se cuelan en el bañador y el requemor de la piel. Alguien da la voz de alerta porque el autocar regresa. Prisas para recoger y estar a la hora exacta en el lugar exacto. Una vez todos dentro, vuelven a sonar Los Chichos. Se ve que el que llevaba el radiocassette sabía nadar, y no se ha ahogado. ¡Qué le vamos a hacer!... "hisiiste la maletaaa..., ¡ay qué dolor!"

En el autocar hay un olor muy raro. Sí, es vinagre. Entonces a nadie se le ocurría ponerse protector solar, así que cuando volvíamos estábamos "sollamaos" como las sardinas, y aquel escozor solo se aliviaba con vinagre y alcohol de 96 grados. Bueno, había tiempo para despellejarse poco a poco, así que adelante.

Sardinas malagueñas sollamándose al viento de poniente
Y a eso de las 23:00 de la noche llegábamos a la Cuesta del Espino, desde donde se veían las luces de Qurtuba al fondo, y alguien saltaba con aquello de... "Sooy cordobéeee, de la tierra de Julio Romeroooo", y entonces llegaba el éxtasis. Agotados, quemados por el sol, con un olor apestoso en el autocar, muertos de sueño,... a alguien ¡¡¡se le ocurría cantar!!!

Jamás la cama propia había sido la mejor compañera. Al final de la jornada, todo quedaba en un sueño. Bueno, siempre había buenos recuerdos.

Imágenes de Málaga.

Que nadie se sienta herido por este relato de mi infancia, más al contrario. Estas vivencias que este qurtubano cuenta en este su blog (y el de usted) son vivencias propias, y ni son las vivencias de los demás de los que ocupaban aquel destartalado autocar, ni quedan como un trauma o algo parecido... ¿o sí?. Debo contaros que cuando vuelvo a Málaga (porque todo qurtubano siempre vuelve a Málaga) la sensación es la de estar en casa, de estar en un paraíso por su clima, por sus playas, por sus sencillas y agradables gentes, por sus restaurantes y chiringuitos, por la luz y su lluvia, que también la hay, por sus árboles frutales, por sus montañas... La especulación inmobiliaria hizo estragos por aquellos lares, hoy en día irrecuperables, pero eso no quita que la sigamos amando. Aquellas torres de apartamentos que casi con miedo decíamos que eran "de los alemanes", como si fueran algo divino e imperturbable, hoy lo siguen siendo, más que nunca, pero nuestra Málaga no dejará jamás de ser nuestra Málaga, un paraíso para disfrute de quienes más la aman.

Aquellos chiquillos que íbamos, o más bien nos llevaban, en los autocares, hoy volvemos al lugar que nos llama, no ya tanto por cercanía geográfica, sino por ser parte de nuestra infancia, nuestra juventud, nuestra madurez y de nuestra vejez. Esperemos que podamos seguir yendo, y si no, habrá que volver a sacar las neveras y las hamacas, para que nuestros hijos y nietos aprendan a amar aquella hermosa tierra.

Atardecer en Málaga (foto de Alejandro Fuerte Jurado)